El conflicto entre el Frente Polisario y Marruecos vive su peor momento desde el alto el fuego de 1991
El Sahara Occidental, una excolonia española en disputa
El
reconocimiento de Trump a la soberanía marroquí en este enclave en el
desierto significa un revés a las aspiraciones independentistas
alentadas durante casi medio siglo.
Desde España
“Más
se perdió en Cuba” es la expresión habitual que el riquísimo refranero
español encuentra para relativizar cualquier contratiempo de la vida
cotidiana. En el imaginario popular, la independencia de la isla en
1898, que puso punto final a lo que durante siglos fue el imperio más
poderoso y extendido de la historia, sigue apareciendo como la
referencia del final de una época de esplendor colonial que se prolongó
durante cuatro siglos y el símbolo de una pérdida irreparable.
Sin embargo, no fue la isla caribeña la última colonia, ni 1898
el año en el que desapareció el postrero vestigio del imperio español. El
Sahara Occidental, una vasta extensión desértica de 266.000 kilómetros
cuadrados, con una población de medio millón de personas, riquísima en
minerales, principalmente fosfato, y con mil kilómetros de costa sobre
uno de los caladeros de pesca clave para abastecer a los países europeos, estuvo bajo la administración de Madrid hasta bien entrado el siglo XX. Concretamente, hasta 1975.
En
noviembre de ese año, la parte más occidental del desierto del Sahara,
delimitada por las fronteras de Mauritania, Argelia y Marruecos, se
hallaba en pleno proceso de descolonización y en España la dictadura
vivía sus últimos días. El entonces rey marroquí, Hassan II, hasta
entonces uno de los pocos legitimadores del franquismo en la escena
internacional, entendió que el vacío de poder que creaba el estado de
salud de Francisco Franco, que moriría el 20 de ese mes, le ofrecía una
oportunidad para expandirse hacia el sur y apoderarse de los recursos
del territorio hasta entonces gobernado por España.
El 3 de
noviembre de 1975, 350.000 civiles marroquíes movilizados por la corona
iniciaron lo que se conoció como la 'marcha verde'. Ante la impotencia
de la entonces potencia colonial, entraron en el Sahara Occidental, que
acabó en su mayor parte anexionada por Marruecos. Mauritania hizo lo
mismo e invadió desde el sur. La mayoría de la población autóctona
huyó de la franja costera hacia el desierto, en dirección al Este y se
instaló en campamentos cercanos a la frontera con Argelia, país que
desde entonces ha respaldado su reivindicación de recuperar el hogar
perdido.
España se retiró en medio de un silencio tan estruendoso que el episodio ni siquiera encontró hueco en el refranero popular. Desde
entonces, la diplomacia española se ha debatido entre la obligación de
defender el derecho a la autodeterminación del pueblo antiguamente
colonizado y la necesidad de mantener buenas relaciones con Marruecos,
el siempre conflictivo vecino del sur cuya capacidad para cerrar y
abrir el grifo de la inmigración ilegal supone un arma de gran poder de
fuego diplomático. Históricamente, a cada gesto de respaldo español a
las aspiraciones del pueblo saharaui le ha seguido una llegada masiva de
inmigrantes a las costas mediterráneas del país ibérico, con el
consiguiente conflicto interno que eso supone para la administración
española.
El Frente Polisario de Liberación Nacional, una
organización que había nacido en 1973 bajo la inspiración de las
revoluciones anticoloniales africanas, especialmente la argelina, para
luchar por la independencia del Sahara Occidental, proclamó al año
siguiente de la invasión la República Árabe Saharaui Democrática y entró
en guerra con Mauritania y con Marruecos, conflictos en los que sólo
encontró el respaldo de Argelia y Cuba.
Con Mauritania alcanzó
un acuerdo de paz en 1979, pero el conflicto armado con Marruecos se ha
prolongado hasta hoy. En 1980, los marroquíes iniciaron con
asesoramiento técnico israelí y financiación de Arabia Saudí la
construcción de un muro de 2.700 kilómetros en el desierto, que se
sembró de radares y minas antipersonas, para protegerse de las
incursiones del Polisario y que se mantiene hasta hoy como símbolo de la
ocupación de la corona alauita, que mantiene desplazada a la zona una
fuerza militar de 100.000 hombres.
No fue hasta 1991 cuando tras una mediación internacional ambas partes alcanzaron un alto el fuego
y firmaron un acuerdo que incluía como punto sustancial la celebración
de un referéndum de autodeterminación que Marruecos nunca se avino a
convocar.
No obstante, los esfuerzos diplomáticos marroquíes por
conseguir reconocimiento internacional a lo que considera sus provincias
del sur siempre chocaron con el criterio de Naciones Unidas, según la cual el Sahara Occidental es uno de los escasos territorios pendientes aún de descolonizar. Hasta
la pasada semana, cuando Donald Trump reconoció la soberanía marroquí a
cambio de que el reino alauita estableciera relaciones plenas con el
Estado de Israel, ningún país occidental consideraba a este territorio
como parte de Marruecos. La decisión del mandatario saliente en la
Casa Blanca da un giro inesperado a un conflicto que lleva casi medio
siglo enquistado y que en el último mes ha visto recrudecido uno de los
conflictos bélicos más invisibilizados del mundo.
El pasado 13 de
noviembre, tras esperar durante casi 30 años el cumplimiento del acuerdo
que dio lugar al alto el fuego, el Polisario retomó sus acciones
bélicas. Lo hizo después de que el Ejército de Marruecos penetrara en la
zona desmilitarizada del Guerguerat, en la parte sur del territorio,
junto a la frontera con Mauritania, para expulsar a unos 50 civiles
saharauis que en una acción de protesta pacífica bloqueaban la carretera
de acceso a ese país y reclamaban la celebración del referéndum. Desde
entonces se han producido enfrentamientos armados entre el Frente y el
ejército marroquí sobre los que las informaciones suministradas por una y
otra parte difieren en el número de bajas. En todo caso, el Frente
considera roto el alto fuego acordado en 1991.
El Frente
Polisario controla aproximadamente un 20 por ciento del territorio, el
situado en la parte oriental, junto a la frontera con Argelia, donde
desde hace más de cuatro décadas malvive buena parte de la población
autóctona hacinada en campamentos de refugiados sostenidos gracias a la
ayuda internacional y de organizaciones no gubernamentales, la mayor
parte españolas. Ahora, con la decisión adoptada por Trump y el
recrudecimiento de la guerra, un eventual acuerdo de paz que les permita
volver a su tierra después de más de 40 años parece estar más lejos que
nunca.
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