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El pueblo saharaui es hijo de la palabra.
Hijo de los versos, de las leyendas, de los cuentos. Allá donde iban
con sus jaimas, auténticas casas veleras, esa palabra les proporcionaba
una historia común, una relación mágica con el paisaje y sus nubes, con
sus dromedarios, con sus estrellas, sus ángeles y sus djunn, los genios del desierto.
Cuando hace ya 43 años tuvieron que abandonar su tierra ancestral, cuando los djunn de
la traición, el olvido, la codicia y la geopolítica les condenaron a
vivir en el exilio, en una tierra extraña y ajena, la odiosa y terrible hamada argelina,
solo la palabra les mantuvo unidos. Unidos a sí mismos y a su esencia.
En las improvisadas jaimas abuelas y abuelos contaban, madres y padres
repetían, e hijas e hijos aprendían. Así ha sido siempre, y así seguirá
siendo, se decían. Pero la ola de la modernidad llegó también a la hamada,
y aunque la enseñanza ha sido una obsesión para ellos, aunque niñas y
niños están escolarizados, no había capacidad para ofrecerles
bibliotecas y libros que los incorporaran a la cultura global, y la
narración oral comenzaba a ralear en las jaimas, algo a lo que no ayudó
la larga ausencia de los que optaban por irse a estudiar a Cuba y otros
países lejanos.
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Así nació
el Bubisher, para tratar de suturar ese corte del hilo invisible que
ligaba a los primeros poetas que dijeron en verso “somos habitantes del
desierto, somos saharauis” con toda la cultura moderna. Es sabido (y si
no lo repetimos con mucho orgullo), que aunque la idea de ofrecerles
acceso a esa cultura ya anidaba en nuestras mentes, fue un niño de un
colegio gallego el que le dio forma a aquellas vagas intenciones: “¿Y si
llevamos un bibliobús a los campamentos?”. Y lo llevamos, hace ya casi
once años. Una biblioteca rodante con 1.600 libros en castellano, con el
propósito de recorrer la cincuentena larga de centros escolares de los
cinco campamentos, las jaimas, los barrios más alejados. Al principio
fuimos voluntarios españoles, ingenuos e incansables, pero a todas luces
insuficientes para calmar la sed de historias de aquel mar de niños
curiosos e inquietos.
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Estos largos diez años son toda una
historia de ensayos y errores, en los que poco a poco se fueron
incorporando voluntarias saharauis, a las que pronto dimos formación
bibliotecaria y de animación lectora, y un sueldo digno que valorara su
entrega y que las responsabilizara en los cumplimientos de horarios y
obligaciones. Y en ese proceso nació primero la biblioteca fija de
Smara, como “nido” del bibliobús Bubisher (que debe su nombre al pájaro
de la buena suerte del desierto), y más tarde otros tres “nidos”, otras
tres bibliotecas fijas, y una flotilla de cuatro bibliobuses en total.
Cuando se consiga levantar la quinta biblioteca y adquirir el quinto
bibliobús, el Bubisher habrá completado sus objetivos: que el cien por
cien de los refugiados saharauis tengan a su alcance la cultura escrita,
en castellano y en árabe, con más de diez mil ejemplares debidamente
informatizados.
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Y es que para el Bubisher es
imprescindible preservar la gran herencia oral saharaui, pero también
acceder a la cultura global, e impulsar la creación de una narrativa y
una poesía modernas, capaces de incorporar al Sáhara a la modernidad.
Cada día escolar, los cuatro bibliobuses visitan cada uno una escuela o
dos, para hacer lecturas o recoger los cuentos y leyendas que, poco a
poco, iban siendo enterrados por la arena, por la duna del olvido.
Un día paseaba por el cementerio de
Smara. Es inmenso, una explanada erizada de piedras. Y debajo de cada
una yacía mucho más que un libro, todo un cordón umbilical repleto de
historias, de poesías, de leyendas. Me senté a calcular, pedí ayuda, y
llegué a una conclusión desoladora: hay más muertos en los cementerios
de los cinco campamentos que vivos en sus jaimas. Una tragedia terrible,
porque todos ellos murieron en el exilio, lejos de su verdadera tierra,
en una hamada prestada de la que se corre el riesgo de que no nazca
nada nuevo.
Por eso el Bubisher tiene que retomar ese
hilo, sí, pero sobre todo tiene que empezar a tejer una nueva cultura,
hija del desierto, pero también madre del futuro.
Ese es el papel que se les asigna a las
veinte bibliotecarias y bibliotecarios que trabajan en el proyecto. Ir a
las escuelas, sembrar en todos los escolares las viejas y las nuevas
historias, e invitarles a acercarse a la biblioteca por la tarde (o ir a
recogerles con el bibiobús si viven lejos), para trabajar en ellas en
clubes de lectura y escritura, poesía, teatro, fotografía, cine. Cuando
llueve en el desierto fértil (la badía), nace la hierba. Los campamentos son eso, semillas esperando el riego de la cultura para volver florecer.
Por todo eso, el Bubisher ha completado
su filosofía (hasta hoy, quién sabe qué hallazgo nos espera) con la
edición de libros. Libros propios, claro, libros escritos por ellos
mismos. De momento con nuestra ayuda, la de los escritores españoles y
las bibliotecarias saharauis. El niño de luz de plata, escrito por Gonzalo Moure, sí, pero ideado por los niños (sobre todo las niñas) del club de lectura de Farsía. Y muy pronto Agua y Arena,
redactado por Mónica Rodríguez, pero también ideado por las niñas y
niños de otro club de lectura de la biblioteca de Smara. Y, antes, Ritos
de Jaima, del poeta saharaui Limam Boisha. Y pronto también un libro
que recoge leyendas tradicionales. La idea es que estos libros sean como
cerezas en la cesta enorme de la imaginación de los niños saharauis,
que de esos cuatro libros se prendan otros diez, veinte, cien. Escribir
no es fácil, requiere conocimientos que ellos aún no tienen. Darles las
herramientas, sí, pero sobre todo hacer crecer en ellos el deseo de
saber manejarlas. Que lean y quieran aprender para llegar a escribir, a
crear.
Estos libros son, además, el fruto de una
idea: que su edición y venta haga posible seguir manteniendo el
proyecto: la construcción de bibliotecas fijas, la creación de
bibliotecas escolares para las escuelas y los barrios más alejados, los
sueldos de las bibliotecarias y bibliotecarios saharauis, el
mantenimiento o reposición de los bibliobuses. Y lo estamos
consiguiendo. La última biblioteca, en Dajla, el campamento más alejado y
castigado de los cinco, fue posible por las manos de muchos, sí, pero
en especial por la venta de El niño de luz de plata.
Ahora nos lees, y seguramente piensas que
todo lo que te hemos contado es hermoso. Y lo es porque es de muchos,
porque sin cada uno de ellos, de nosotros, de ti que nos lees, no sería
posible. Muchas personas trabajan en España todos los días en sintonía
con las muchas que trabajan en los campamentos. Aquí hacemos posible que
el motor de arranque del bibliobús funcione, pero de nada serviría sin
Gajmula, Brahim, Alghailani, Medje, Suadu, Gigi, Hassana, Marmada, Ebnu,
y un largo etcétera, cada día más largo. Y al revés. Y ni unos ni otros
estaríamos unidos en el mismo proyecto sin la mano de aquel niño
gallego que reclamó un bibliobús para los campamentos, ni sin las manos
generosas y solidarias de los niños de decenas de colegios e institutos
españoles organizando mercadillos, teatros, carreras o almuerzos
populares. Sí, mano con mano. Hilos restañados. Hilos nuevos. Un tejido
limpio y luminoso.
Gonzalo Moure, vicepresidente de la Asociación Escritores por el Sáhara Bubisher.
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