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El Confidencial) Unas tapas de alcantarilla y una iglesia. Entradas hacia las alturas y el subsuelo. Eso es lo que queda hoy de
Villa Cisneros, primer y último enclave español en el Sáhara.
Las tapas son pocas y casi nadie sabe dónde están, herrumbrosas y
diseminadas por donde una vez estuvo el antiguo barrio español. Muchas
aún conservan, aunque casi ilegible, el nombre original de la ciudad. La
iglesia está aún en pie, vigilada día y noche por la presencia
intimidante de un furgón policial marroquí. La iglesia está aún en pie,
gracias, principalmente,
al hombre en silla de ruedas que espera en la puerta.
Semlali Mohamed Fadel, al que todos aquí conocen como «Bouh», el hombre que salvó la Iglesia del Carmen,
es saharaui, musulmán, minusválido y activista,
pero por encima de todo es un hombre obstinado. 6 filas de bancos, la
talla de la Virgen, la Anunciación dibujada en el ábside. Bouh repasa el
templo mientras rueda por él con los ojos chispeantes de malicia, y en
un español acelerado
habla de él y de la huella española en la ciudad con el orgullo con el que lo haría un guía, un conservador de un museo o un padre.
Bouh nació en 1965, en la época de la colonia.
Hijo de militar ligado, como muchos saharauis, al ejército español,
tuvo el tiempo justo de conocer la importancia de la iglesia para la
ciudad a través de algunas tradiciones como La Navidad o los Reyes
Magos. Con 4 años contrajo la polio, y poco después su familia lo envió a
Las Palmas junto a los Hermanos de San Juan de Dios. Allí pasaría 6
años. «La muerte de Franco, el Golpe de Tejero, la llegada al poder de
Felipe González… todo eso lo viví en España», rememora. Cuando volvió,
en 1982, le bastó bajar del avión para saber
que la ciudad que conoció ya no existía.
Cómo Villa Cisneros se convirtió en Dakhla
Tras la Marcha Verde en 1975, el acuerdo Tripartito de Madrid y la
ocupación de Mauritania, en primer lugar, y Marruecos a partir de 1979,
Villa Cisneros pasó a llamarse Dakhla
y el pueblo saharaui vio cómo se alejaban sus sueños de independencia.
Los comienzos para Bouh fueron duros, como sólo pueden serlo para un
musulmán que se ha criado entre monjas católicas, que se siente
saharaui-español y que
vuelve a un país que ya no es el suyo.
«Yo no sabía mucho del Islam, se me había olvidado hablar árabe… En
Las Palmas iba a misa pero no comulgaba, estaba en la Iglesia pero
sabían que era musulmán y todo el mundo me respetaba. Al volver, de
repente, me había convertido en un extraño. Mi familia
me escondía cuando venían visitas por miedo a que dijese algo
inconveniente en un idioma que ya no era el mío». Bouh, recuerda que en
aquella época llegó a pensar en el suicidio, «De repente tomé
consciencia de que yo era diferente, y empezó a preocuparme mi invalidez como nunca antes. No paraba de pensar: ¿Por qué a mí? ¿Por qué yo?».
A su regreso Bouh trató de buscar refugio en un lugar conocido pero
se encontró la iglesia cerrada y llena de soldados. Nuestra Señora del
Carmen estaba
ocupada por el ejército marroquí, que la utilizó durante años como cuartel.
«Al marcharse los españoles, la comunidad cristiana de la ciudad
desapareció con ellos. Los años siguientes a la ocupación quedaron aquí
no más de 5 o 6 españoles. Los marroquíes no dejaron aquí nada que
oliese a España, hasta las prostitutas que estaban muertas fueron
desenterradas y llevadas a Fuerteventura».
Los únicos que se quedaron como presencia oficial fueron los curas, pero se vieron obligados a exiliarse a la vecina El Aaiún, separada por 550 kilómetros de la antigua Villa Cisneros.
Luis Ignacio Ruíz, «Chicho», es sacerdote y lleva 2 años en Dakhla
aunque visita el Sáhara desde los 80, y coincide con Bouh al rememorar
la historia de la comunidad católica en la ciudad. «En el 75 todo el
mundo se va y sólo quedan los padres,
se quedan por amistad con los saharauis y porque el Vaticano nos pide que nos quedemos.
Los marroquíes ocupan la Iglesia durante varios años para hacer
presión, porque el único testimonio extranjero que quedaba tras la
ocupación éramos nosotros. Así se evitaban testigos.
En esa época aquí salías a caminar y tenías un agente secreto detrás de ti para que supieses que estabas vigilado.
Venía un padre cada 2 meses a dar una vuelta, pero sin abrir la iglesia
ni celebrar misa salvo que coincidiese con pescadores, empleados de la
ONU o algún turista que lo pidiese».
Durante las décadas siguientes Villa Cisneros se iría disolviendo
progresivamente entre los nuevos edificios de una Dakhla cada vez más
extensa gracias a
decenas de asentamientos marroquíes promovidos por Rabat.
Las esporádicas protestas saharauis fueron sofocadas por las
autoridades y el propio Bouh tuvo que pasar un año «exiliado» en El
Aaiún a instancias de la policía de Marruecos por encabezar varias
manifestaciones. A su vuelta, trabajó en la telefónica de la ciudad y
años más tarde, sorprendentemente,
logró integrarse en el departamento de asuntos sociales del Ayuntamiento. «Supongo que aplicaron eso de ̏al enemigo hay que tenerlo cerca˝», se ríe.
La destrucción del pasado español
Más de 40 años después, la ciudad que encontró Bouh permanece acorralada entre el océano y el desierto pero
ha crecido por encima de los 100.000 habitantes gracias a una fuerte inversión del gobierno marroquí, y es conocida por ser
uno de los mayores caladeros de pesca del planeta, además de meca mundial del kite-surf.
Los edificios españoles son hoy ruinas, pero entre mercados abiertos
hasta la madrugada, las fábricas conserveras y los nuevos hoteles que
brotan sin pausa,
se perciben aún los restos de Villa Cisneros, como dejados al azar por un invitado que se hubiese marchado demasiado deprisa.
No sería hasta 2004 cuando las autoridades marroquíes se propusieron
acabar definitivamente con los vestigios que quedaban de la presencia
española en la ciudad.
Pese a las recomendaciones de la UNESCO comenzaron la destrucción del fuerte español creado en el siglo XIX,
el edificio más antiguo del Sáhara Occidental, con el argumento de que
su deterioro podía suponer un peligro para la seguridad pública. Meses
después le llegaría el turno a la Iglesia.
«Un día un vecino vino corriendo a verme, ̏¡Bouh, Bouh, los militares están destruyendo la Iglesia!˝».
Llegué y una excavadora había derribado ya la parte trasera, como
habían hecho meses antes con el fuerte, los militares me dijeron: Esto
no sirve, se va a caer, está abandonado… Además es un lugar cristiano,
nosotros somos musulmanes. Yo les dije: « ̏ No, esto es nuestro, es patrimonio del pueblo saharaui y nadie lo puede tocar˝. Corrí a llamar a vecinos saharauis y nos concentramos frente a la Iglesia. Ahí estuvimos hasta que llamaron al Gobernador».
Bouh inició entonces una ronda de contactos con el prefecto de la
cercana El Aaiún, el Vaticano y las autoridades de la ciudad además de
una intensa campaña de agitación social. «El Gobernador accedió y ante
la presión saharaui respetó la Iglesia,
aunque a cambio pidió silencio sobre la parte trasera que ya habían destrozado.
Perdimos un dedo en lugar de perder toda la mano y empezamos a
reconstruir el edificio poco a poco». De esta forma y mientras la ciudad
terminaba de mudar su piel,
resistió durante años Nuestra Señora del Carmen, como símbolo de rebeldía y vestigio inservible de otra época, una iglesia sin cristianos.
Resurrección gracias a las rutas migratorias
Hoy es domingo y los bancos de la iglesia están llenos. Donde un día estuvieron los militares españoles y sus familias,
unos 40 feligreses cantan y escuchan la misa en francés.
Son de Camerún, de Costa de Marfil, de Senegal… Grupos así vienen todos
los domingos. Algunos repiten una semana, 1 mes, 2 meses… durante el
tiempo que dure su estancia en Dakhla, puesto que la mayoría sólo están
de paso. Comenzaron a llegar hace 5 años,
con el cambio de rutas migratorias que llevan al norte.
Están por toda la ciudad, esperando en algunas avenidas con
impermeables y botas katiuskas, en los hoteles como camareros o
limpiadoras o extendiendo top mantas en el mercado. En Dakhla
hay unos 4.000 migrantes subsaharianos,
la mayoría trabajan en las fábricas de pescado y conservas del puerto.
La floreciente industria pesquera de la ciudad les permite ahorrar un
poco de dinero y continuar su viaje hacia Tánger o Nador para intentar
cruzar el Estrecho.
Pierre André Sené es senegalés y cristiano y está en Dakhla desde
2011. Cuando llegó a la ciudad una de las primeras cosas que hizo fue
buscar una Iglesia, pero no la encontró. Estuvo 1 año allí sin saber que
había una.
Su cruz colgada del cuello llamó la atención de un anciano saharaui
que le dijo que en realidad aquel templo cerrado funcionaba de vez en
cuando. «La primera vez que vine sólo había 2 turistas franceses en la
ceremonia. Entonces empecé a venir los domingos y a contactar a los
migrantes para que acudiesen». Hoy Pierre es el responsable de varios de
los
proyectos que la Misión Católica de Dakhla desarrolla junto a Cáritas destinados a los migrantes.
«El migrante que llega no conoce a nadie, no tiene alojamiento, ni
dinero tras meses de viaje. Aquí les acompañamos y les ayudamos con la
asistencia médica.
La mayoría están obsesionados con cruzar a Europa.
Llegan miles y el número no para de subir». Sin embargo, pese a este
renacimiento, hoy como en los 70, la nueva feligresía de Nuestra Señora
del Carmen parece destinada a no quedarse mucho tiempo y a marcharse en
dirección a España.
Jean es de Costa de Marfil, tiene 28 años y el último lo ha pasado en
Dakhla. Cuando estaba a punto de cruzar a España de Tánger la policía
marroquí entró al piso en el que esperaba, lo detuvo y lo envió en un
autobús hacia el sur del país. Dentro del acuerdo sobre migración
suscrito entre Marruecos y la Unión Europea,
la policía desplaza cada día a cientos de migrantes desde el norte hasta los límites del desierto.
En cuanto consiguen un poco de dinero, suben de nuevo vuelven a
intentarlo. Jean es uno más, hoy espera en la ciudad una ocasión
propicia. Mientras, intenta ahorrar un poco. Cuando lo llaman trabaja en
las fábricas llenando camiones frigoríficos, limpiando pescado,
ayudando a elaborar el aceite para las conservas…
Trabaja unas 12 horas al día por 10 euros.
Para él los domingos son un gran día, dice que viene a Nuestra Señora
del Carmen todos los que no trabajan, que venir a misa le sirve de ayuda
y que le ayuda a no desanimarse. Dice también que se fía más de la
comunidad de la Iglesia que de la de los propios migrantes marfileños de
la ciudad, que aquí le escuchan y que en su situación sobre todo
necesita hablar con alguien.
«Chicho» asegura que la migración ha revitalizado Comunidad Católica
de Dakhla y a la Iglesia del Carmen, aunque es una feligresía
itinerante, muchos se van para cruzar y no vuelven, pero no pueden
decirlo antes. El sacerdote se da cuenta porque antes de irse van a
verle y le dicen: «Padre, deme la bendición».
En un descampado a las afueras de Dakhla hay un lugar lleno de
sepulturas, que la población local llama «el cementerio de las letras».
Varias iniciales pintadas en los muros delimitan los hoyos cubiertos de
piedras y escombros.
Es un camposanto destinado a los migrantes que devuelve el mar tras intentar llegar a las Islas Canarias.
«Aparecen a menudo en la playa, la mayoría destrozados y comidos por
los peces. Una asociación de aquí los recoge, los conservan, les toman
las huellas y, si no hay nadie que los reclame, luego los entierran ahí,
en el único cementerio no musulmán de la ciudad»,
explica Bouh. En este cementerio no hay rastros de flores, visitantes o
recuerdos, sólo algunos agujeros abiertos anuncian que ya se ha
adelantado el trabajo para los próximos meses.
La Asociación de discapacitados de Dakhla
Años después, y pese a las dificultades, Bouh parece haber encontrado
su lugar en el mundo. Además de trabajar en el Ayuntamiento, hace unos
años
ha creado la Asociación de Discapacitados de Dakhla
que con ayuda de la Parroquia y de asociaciones españolas atiende a 70
niños con diversos tipos de minusvalía. Van a rehabilitación, hacen
terapia… «Aquí todavía se ve la minusvalía como una condena. Fuimos casa
por casa a buscarlos,
a muchos de ellos las familias los tienen escondidos como si fuesen un motivo de vergüenza».
De vez en cuando sigue acudiendo a la iglesia, en especial durante a
las misas, por si a algún desaprensivo se le ocurre atentar contra el
templo. «Ni aún ahora puede uno estar seguro».
«Mucha gente aquí se cree que soy cristiano, las autoridades de la ciudad de vez en cuando esparcen rumores sobre mí, a mis hijos les han dicho en el colegio que soy un infiel».
Lo cuenta con socarronería, en realidad él parece no importarle mucho,
está acostumbrado a que lo señalen y mantiene una buena relación con sus
compañeros de trabajo en el Municipio. «En la asociación atendemos a
muchos hijos de marroquíes y los poderes aquí se han dado cuenta de que
por las presiones de los periodistas y los vecinos, por muchas cosas que diga no pueden hacerme nada».
¿Por qué lo hizo? «Supongo que por agradecimiento a mi pasado y a mi estancia en España pero también
para demostrar a las autoridades marroquíes que no podían hacer todo lo que quisieran.
Si se destruía la Iglesia se borraba parte, no solo de la historia
española, sino del pueblo saharaui». Y tras decir esto Bouh, dirige su
silla de ruedas hacia una iglesia que, revivida, acogerá el domingo que
viene como hizo siempre a gente de paso. Gente que va y que viene
en un territorio cambiante y siempre en disputa. Pese a todo siempre hay algo que permanece: el mar, el desierto o el recuerdo de las ciudades que ya no existen.