Con la infatigable Hatra Aram (en el centro, de negro) y su familia / Raquel Andrés Durà
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Fuente y fotos: La Vanguardia / Por Raquel Andrés Durà
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Puedes intentar pasearte por
El Aaiún como un turista, sin enterarte de nada, sin leer el dolor en
las pieles morenas. Pero no lo conseguirás
Puedes intentar pasearte por El Aaiún como
un turista -aunque no sea lo más habitual del mundo-, sin enterarte de
nada, sin leer el dolor en las pieles morenas, curtidas por el sol y el
sufrimiento de 40 años de resistencia. Puedes pretender ignorar el
abandono de un pueblo a su suerte -a su mala suerte-, o mejor dicho, a
sus verdugos. Pero no lo conseguirás: desde el momento en el que elijas
el Sáhara Occidental como destino, desde el momento en el que se te
cruce el primer policía marroquí, algo empezará a no cuadrar en tu planning.
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El viaje en
autobús de Marrakech a El Aaiún fue largo (14 horas), pero no tanto
como nos habían alertado (19 horas). Sorteamos también menos controles
policiales de los que creíamos, “solo” dos de madrugada: en el primero,
nos pidieron el pasaporte; en el segundo, ya directo hacia nosotros -le
habían chivado nuestra ubicación exacta-, un policía nos hizo un
cuestionario un poco más extenso: que de dónde veníamos y a dónde íbamos
(como si no lo supieran), que cuál era el motivo de nuestra visita a lo
que ellos llaman “las provincias del sur”. “Turismo”, dimos la
respuesta obvia. Que cuál era nuestra profesión. “Trabajo en una tienda
de ropa”, mentí. Y se marchó después de desearnos “good luck”, en inglés.
La ‘estación de autobuses’ (así lo
llaman, pero el vehículo para simplemente en medio de una avenida) está
frente a la cafetería Islas Canarias. Sospechamos que es un vestigio de
la colonización española, aunque dentro no hablan más que árabe y
francés.
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Paseando por la ‘zona española’ en El Aaiún (Sáhara Occidental) / Raquel Andrés Durà
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El Aaiún no es Marrakech. No es una
ciudad hecha para turistas, los buscavidas no te acosan vendiéndote
baratijas como tesoros ni los niños te persiguen por un dirham.
La mayoría te reconoce como español y te gritan cosas más o menos
amables (todas políticas o relacionadas con el fútbol), cuando no
vitorean abiertamente “¡Viva el Polisario!” o se te acercan directamente
lamentando la dispersión de los saharauis en un mar de marroquíes
atraídos por los regalos del gobierno, el paquete de la felicidad
moderna: una casa y un trabajo.
Paseamos por el zoco sintiéndonos, contra toda nuestra voluntad, el centro de atención. Como escribiría Kapuscinsky, ahora somos el otro; es imposible pasar desapercibido. Sobre todo los más jóvenes, nos aclaman como si fuéramos dos americanos en Bienvenido, Mister Marshall:
quieren saludarnos, darnos la mano y hacerse una foto con nosotros con
nuestra cámara, a pesar de que ellos no guardarán ese recuerdo más allá
de sus memorias. Los adultos nos invitan a té por todas partes. En medio
del alboroto para nuestros cinco sentidos que provoca el mercado al
aire libre, mi compañero, Santi, percibe una presencia extraña.
-Hay un hombre con una moto y una gorra que nos sigue.
Mi primera reacción es pensar que es
fruto de su paranoia. Pero caigo en la cuenta de que tiene razón cuando
damos una vuelta estúpida a una pequeña manzana y el susodicho la
repite. Entonces averiguamos dos cosas: que nos seguían y que quien lo
hacía era muy digno de pertenecer a la T.I.A., la agencia de espías de
Mortadelo y Filemón. Incluso un vendedor de fruta nos alertó de su
presencia.
La persecución policial no nos
abandonaría en los tres días que estuvimos en El Aaiún. Llegamos incluso
a meternos en la boca del lobo: entramos en la comisaría de la ciudad
enfundados en el papel de turistas inocentes para denunciar que alguien
iba tras nuestros pasos y que temíamos que nos robaran. Con una sonrisa
de ternera, los agentes nos dijeron que “era normal”, puesto que
despertábamos el interés de la gente.
Otro día dos coches aparecieron
derrapando y se detuvieron en seco ante nosotros de una forma que yo
solo había visto en las películas. Salieron tres personas. Se
identificaron como agentes de la policía -después de que se lo
exigiéramos- y nos pidieron los pasaportes y los billetes de nuestro
vuelo hacia las Canarias. Nos devolvieron todo pocos minutos después y
se despidieron, simulando cortesía, no sin antes aconsejarnos que
tuviéramos cuidado con el “terrorismo”.
Sabían por qué estábamos allí y
creían que la presión, la amenaza y el control era la manera más eficaz
que tenían de amedrentarnos. En El Aaiún éramos turistas durante la
mañana, hasta que la llamada de nuestro enlace con el Frente Polisario
nos daba luz verde para acudir a un lugar de reunión: Ahmed Ettanji, de Equipe Media, un grupo de activistas y periodistas amateurs del Frente Polisario encargado de romper el bloqueo informativo del
gobierno marroquí. Conozco muy bien sus armas: cámaras, bolígrafos,
libretas, ordenadores portátiles y conexión a internet. Me inquietan, en
cambio, las represalias que sufren por defender la libertad de expresión: prisión y brutales palizas.
De la mano de Ahmed conocimos a dos
activistas de la Asociación para la Supervisión de los Recursos
Naturales y para la Protección del Medio Ambiente en el Sahara
Occidental, Lahcen Dalil y Haddi Hamdi; a Mohammed Daddash,
el ‘Mandela saharaui’: el preso político que más tiempo ha estado
condenado a pena de muerte en África (26 años) y el segundo que más años
ha permanecido encarcelado por sus ideas, después de Nelson Mandela
(estuvo 27 años, condenado a cadena perpetua); y a la infatigable Hatra Aram, marcada ella y toda su familia por la represión más cruel del gobierno marroquí.
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Casa de Ahmed Ettanji donde nos entrevistamos con varios activistas saharauis en El Aaiún / Raquel Andrés Durà
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Todos coincidían, con resignación, en que
agotada la vía diplomática, la única salida del conflicto que
vislumbraban los más jóvenes eran las armas. Aunque ninguno de ellos lo
quería. Casi tres años después de aquel viaje, afortunadamente nadie ha
abanderado la violencia; nadie, tampoco, les ha garantizado aún la
celebración de un referéndum por la autodeterminación con garantías.
En el Aaiún nos movíamos por la ciudad
por la noche para las visitas clandestinas. Entrábamos y salíamos de
taxis sin pensarlo dos veces, a un ritmo frenético. La ciudad vibra en
la oscuridad y las miradas nocturnas nos parecían aún más amables, como
si la intimidad de la noche nos acercara al sufrimiento de esas
personas, que pese a todo, pese al abandono, aún nos consideraban
hermanos.
Salimos del Sáhara, de ese pedacito de
tierra lleno de humanidad en la barbarie, sin problemas, por el
aeropuerto. Tomamos la precaución de borrar de la tarjeta de la cámara
las fotos más comprometedoras y más tarde nos las enviaría Ahmed por
correo; lo mismo hicimos con las notas que yo tomé en una libreta. Pero
no nos registraron, no pasó nada. No es lo habitual, y menos aquel año
2016, cuando las autoridades marroquíes expulsaron a 97 personas. Nada
más entrar en 2019 ya hemos sabido que se ha echado a tres activistas de
la Asociación Navarra de Amigos del Sáhara, a dos vascas que fueron a
pasar la Nochevieja en la vivienda familiar de un refugiado político en
España (Hassana Aalia) y a una periodista valenciana.
Aún hoy nos preguntamos por qué no nos
tocó a nosotros. Lo volvimos a comentar en una cena reciente con Ahmed
Ettanji en Alcàsser. Es cierto que vestíamos un atuendo poco habitual:
ropa de montaña (veníamos de una ruta a pie y con tienda de campaña de
varios días por el Atlas), sin cámara profesional ni nada que nos
delatara como periodistas o similar y nos pasábamos todo el día
caminando por El Aaiún, recorriendo kilómetros y kilómetros mientras
esperábamos la llamada de nuestro amigo. Todo muy exótico, así que
probablemente descolocamos a los servicios de inteligencia (nótese la cursiva) marroquíes.
Andando y explorando rincones conocimos
la historia del hijo de un legionario español que hoy cuida un parque;
la del cura de la única iglesia católica de la ciudad que no quiere
salir del templo por miedo a que se lo expropien y donde custodia -entre
otras cosas- una Moreneta catalana; la de la animada y generosa
comunidad senegalesa; o vivimos la final de la Eurocopa
(Francia-Portugal) en un bar donde yo era la única mujer.
Exceptuando los episodios de
persecuciones constantes, pero a fin de cuentas, inofensivas (visto con
perspectiva, eso entonces no lo sabíamos), no sufrimos ningún otro tipo
de altercado. No sabemos qué pasó. Quizás no podían tensar la cuerda
tres meses después de haber expulsado al personal civil internacional de
la ONU para el Referéndum del Sáhara Occidental (MINURSO). O puede que
fuera una simple ruleta de la fortuna.
Cuento esto casi tres años después de
haberlo vivido por varios motivos. Uno, porque a ningún medio de
comunicación le ha interesado porque no está en la agenda mediática (o
quizás no he sabido venderlo) y al final he decidido colarlo como una
columna dominical. Dos, porque me ha costado una infinidad encontrar
alguna noticia para documentarme sobre el Premio al Mejor Cortometraje
de la X Edición del Festival Internacional de Cine de Derechos Humanos
de València, concedido hace un mes a Tres cámaras robadas (Three stolen cameras) de Equipe Media.
Subió a recogerlo mi amigo, el incansable
Ahmed Ettanji, nuestro cicerone en El Aaiún. “Este no es un premio para
Equipe Media, es para los presos políticos que están en las cárceles,
para el pueblo saharaui que está sufriendo bajo la ocupación y los que
están en los campamentos exiliados. Es un premio para la libertad de
expresión y para la libertad del pueblo saharaui”, reivindicó en
València.
No todo el mundo consigue entrar en El
Aaiún y puede contar lo que allí se vive y sufre. Quien lo hace, tiene
muy complicado acercarse a cualquier rostro de la represión sin ser
expulsado. Por eso he considerado importante recordar el papel de Equipe
Media. Conozcan su labor que, por cierto, también se ha llevado este
mes de marzo el XII Premio Internacional de Periodismo Julio Anguita
Parrado organizado por el Sindicato de Periodistas de Andalucía. Vean
ese documental y otros, lean, infórmense. Se lo debemos al Sáhara.
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