Juan Carlos Acosta
 
  
   
La cuestión de la 
vecindad con Marruecos, que no con el sempiterno Sahara Occidental que 
tanto sacude este espacio geopolítico, se puede ver de distintas 
maneras, aunque prevalece casi siempre una, y para comprobarlo solo hay 
que echar un vistazo a la prensa y los artículos que nos sirve cuando el
 río truena. Porque lo que se lee, casi sin opción alternativa, es 
información que invariablemente responsabiliza al reino vecino de todos 
los males que vienen del sur, males, por entrar en el argot de las 
culpabilidades y en el circo del ilusionismo malévolo en el que nos 
quieren embarcar los pirómanos de siempre, y porque se trata de la 
consecuencia de un olvido, un monumental vacío que se le viene haciendo a
 África desde el tiempo de las colonias, y que tanto rendimiento 
económico ha dado a las antiguas potencias europeas y, hoy más que 
nunca, a sus multinacionales, verdaderos caballos de Troya que llenan de
 desperdicios el entorno de sus operaciones extractivas y esquilman una 
riqueza que no les pertenece y que han comprado a precio de ganga a los 
dictadorzuelos y caudillitos de esos países que no levantan cabeza, ni 
conviene que lo hagan.
 Pero no vale la pena entrar 
aquí y ahora en profundidades abisales de nuestra bota petrolera o 
mineral allende los mares, llevaría demasiado tiempo y folios, sino 
acaso apuntar el trazo de una realidad que no se contempla y que 
permanece oculta bajo palabras gruesas y consignas urdidas al pairo del 
desinterés y el desconocimiento, cuando no de la estrategia de saqueo, 
de la indolencia o de la ignorancia manifiesta. Y porque también 
tendríamos que informar, aparte del fenómeno aciago de las pateras y las
 miles de muertes en el Mediterráneo, la punta del iceberg, de una 
verdad que se puede comprobar pisando cualquier ciudad marroquí, sobre 
todo las costeras del norte y las del Atlántico: Marruecos está llena a 
rebosar no solo de emigrantes subsaharianos, sino de árabes procedentes 
de conflictos como los de Libia, Irak o Siria, dos entramados 
sociopolíticos dinamitados por los ejércitos occidentales, es decir, 
Europa y EEUU, que ahora han recogido velas y se han vuelto a sus 
civilizadas urbes acorazadas, el escondite, a la fortaleza a la que se 
regresa después de tirar la piedra, léase bombas u obuses, y esconder la
 mano.
 Si es verdad que el antiguo Mare Nostrum de los romanos 
se ha convertido en una tumba abierta, también lo es que el continente 
africano tiene tantos millones de habitantes como para secarlo con sus 
cuerpos si no se aplican políticas realistas de convergencia; si no se 
levanta ese manto abyecto de hipocresía que lo anega todo y que pospone 
una y otra vez decisiones sencillas para promover el desarrollo y 
mantener en sus 54 países a esos 1.200 millones de personas que no 
quieren abandonar sus hogares, sus familias y sus rincones queridos, 
salvo verse acorralados en la miseria y en la desesperanza de un mundo 
desarraigado en solidaridad, humanismo y sentido común.
 No, no me voy a ir por los Cerros de Úbeda, porque clama al cielo la 
brutalidad que se esconde tras las manifestaciones de nuestros políticos
 y sociedades, porque chirrían los pronunciamientos sobre la 
culpabilidad de un Estado con apenas algo más de medio siglo de 
independencia, obtenido a sangre y fuego, de las metrópolis europeas, y 
porque avergüenza ver cómo nuestras autoridades se parapetan en visitas 
fugaces a Rabat para sobornar a un gobierno que legítimamente juega sus 
cartas y que intenta sacar el mínimo partido a una situación en 
beneficio del orden en sus calles y ciudades, que albergan a fugados no 
solo de Burkina, Mali, Sierra Leona, Liberia, Guinea Bissau, Conakri, 
Chad, Niger, Camerún o República Centroafricana, y una larga lista de 
otras nacionalidades subsaharianas, sino también a muchos ciudadanos 
árabes que escapan de los infiernos desatados en sus países por 
conflictos avivados por los intereses de los magnates que se reparten el
 mundo.
 Así que lo mejor es escurrir el bulto y 
pisotear, seguirlo haciendo, la dignidad de otros pueblos que hacen lo 
que pueden para encajar la ignominia y los aludes de un desequilibrio 
infame provocado por la avaricia de unos cuantos, al socaire del 
desinterés, cuando no del incultura general que prolifera en Europa y en
 España respecto a la historia de las civilizaciones y los pueblos 
milenarios que, como Siria, Irak o Libia, cuando no la misma Marruecos, 
han sido germen de la cultura occidental, pero que han quedado relegados
 a simples canteras, pozos de hidrocarburos o campos de tiro y maniobras
 militares de un mercado internacional que se nutre a gran escala de la 
venta de armas y el tráfico de todo tipo de materiales, y cuyas 
ganancias se amontonan en los Bancos, eso sí, despojadas de la sangre y 
el sufrimiento que han causado y siguen causando a lo largo de todo el 
planeta.