Sato Díaz
Llevé una maleta pequeña,
con las cosas indispensables, hacia la undécima edición del Festival
Internacional de Cine del Sáhara. Ya había estado otras veces en los
campamentos de población refugiada de Tinduf y sabía de sobra que, debido a la
escasez de agua, no te sueles cambiar mucho de ropa y que las duchas son casi
inexistentes. Aun así, en mi maleta dejé hueco para un paquete que días antes
me había enviado Justi, una mujer de un pueblo de Toledo que había acogido
veranos atrás a una niña saharaui, Oruma. No conocía a Justi de nada, pero mi
familia saharaui, la familia de Oruma, de Maimaja, que me acogió en su jaima
durante los días del festival, se había puesto en contacto con Justi para que
me diera el paquete, con algo de dinero, algo de ropa, algunos chicles para los
niños, y una carta. (...)
A la hora de la siesta,
bajo ese punzante sol de mayo que arrasa la hammada argelina, con los
campamentos saharauis, refugiado en la jaima, tumbado sobre la alfombra,
esperando a que el primer té, amargo como la vida, estuviera listo, Oruma me
pidió que le leyera la carta que Justi le había enviado. Le contaba qué tal
estaba cada miembro de la familia española y le preguntaba por cómo se
encontraban allí, en Dajla, los parientes saharauis. Una vez leí en voz alta la
misiva, Oruma me solicitó que escribiera la respuesta para Justi, me dictaba y
yo copiaba, tumbado sobre la alfombra, esperando a que el segundo té, dulce
como el amor, estuviera preparado.
Sin quererlo me había
convertido en el canal, en el mensajero, y en responsable de que ese grito
sordo que constantemente lanza el pueblo saharaui fuera escuchado aquí, en
España, en Europa, en el mundo. Porque aquello no es el mundo, aquello es la
sala de espera para entrar en él, o como dice Tiba, un buen amigo saharaui, “es
una cárcel, sin barrotes, pero una cárcel, de la que debemos salir como sea,
incluso pagando con nuestra propia vida”.
Ser el mensajero es una
enorme responsabilidad. El canal es la única vía de que las palabras lleguen al
oído, al otro. Y una noche estrellada, cuando se habían terminado las
proyecciones de las películas programadas para este FiSahara, en la exiliada
Dajla, casi en Mauritania, mientras pretendía quedarme dormido, entendí que
todo el FiSahara, todo el proyecto, era simplemente eso, un mensajero. Un
canal. De ida y vuelta.
El canal de ida arrastra
el cine hasta el desierto. Y no sólo películas. Entre ellas, este año, Dirty
Wars y The Square, dos documentales nominados en la última edición
de los Oscar. También arrastra directores, cineastas, actores, escritores,
activistas, músicos… de todo el mundo. El norteamericano David Riker, el
macedonio Mitko Panov, el marroquí Youness Belghazi, Ana Wagener, Sergi Lòpez e
Inma Chacón de aquí, Andrew Mlangeni -compañero de prisión de Nelson Mandela-,
y el músico de jazz Jonas Gwangwa de Suráfrica… Todos ellos muestran sus
filmes; imparten talleres a los saharauis para que puedan contar sus propias
historias, su historia olvidada; cantan sus canciones… También cantó Mariem
Hassan, artista saharaui que lucha contra el cáncer desde Barcelona y que fue
al FiSahara, dice, para despedirse para siempre de su pueblo.
Sin embargo, lo primordial
es ese canal de vuelta. Ese avión Tinduf-Madrid maloliente, sudoroso, lleno de
arena del desierto, de cartas. Ese avión que cuando aterriza en Barajas y abre
sus compuertas lanza al mundo un gemido, un quejido que rompe los pechos de los
que lo gritan. Un avión lleno de periodistas, de gente de la cultura, de
público en general que ha sido testigo de la peor de las películas. Aquella que
no tiene desenlace, aquella que queda olvidada en un cajón de la filmoteca. Y
todos traen cartas, como la de Oruma, mensajes que pretenden abofetear al mundo
con espejismos, oasis del desierto, para recordarle que Sidi Mohamed Daddach
estuvo más de dos décadas prisionero en las cárceles marroquíes, pensando cada
noche que iba a ser, por fin, asesinado. Para recordarle al mundo que los
jóvenes saharauis ya no creen en sus bellas palabras, tecnicismos, mentiras, y
que sueñan con volarle la cabeza a algún soldado marroquí, aunque ello conlleve
explotar junto a una mina antipersona de esas que hay al lado del muro que
rodea el Sáhara ocupado por Marruecos. Para cagarse en los gobiernos franceses
y españoles, socialistas y conservadores, que dan la mano al torturador, con
guante blanco, para después quitárselo y lucir sus palmas fingiendo que adoran
los Derechos Humanos. Para cagarse en el rey “primo” del rey Hassan II y de su
hijo, Mohamed VI, frente a los que se inclina, en cada encuentro, para que al
levantarse, cuando se cruzan sus miradas, se guiñen mutuamente sus ojos
cómplices, cómplices de un secuestro. El secuestro de un pueblo entero.
Y así termina la XI
edición del FiSahara. Un festival que insiste en desaparecer, o por lo menos en
dejarse de celebrar en un campamento de población refugiada. Porque la próxima
edición se debería celebrar en un Sáhara Libre, junto al mar, sobre los peces
que hoy roba la Unión Europea al pueblo saharaui. Y mientras estamos en el
avión, canal de vuelta, el pueblo saharaui recoge la pantalla del desierto,
donde tantos sueños se han visto estos días. Se encierran en sus jaimas y
esperan a que sus cartas lleguen al mundo. En la sala de espera, esperan, y
degustan el tercer té. Suave como la muerte. Aunque este pueblo está más vivo
que nunca.
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